El 10 de noviembre de 1851, en la hacienda de Jalmolonga, en el estado de México, en la casa que habita el joven matrimonio formado por Don Manuel de Yermo y su señora esposa, Doña María Josefa Parres ¡nace su primogénito!
Sus padres, fervorosos cristianos, se apresuraron a que recibiera el agua del bautizo el mismo día de su nacimiento en la capilla de la misma hacienda, recibiendo los nombres de José María Manuel Andrés Rafael de Yermo y Parres.
La tía Carmen de Yermo, hermana de su papa, con toda abnegación se hizo cargo del pequeño José en la Ciudad de México. Ella fue la segunda madre del niño, sembrando en el tierno corazón del pequeño, sentimientos de sólida piedad, que pronto formaron parte de su carácter. ¡Que alegría se pintaba en su carita cuando aún infante, en los brazos de su nana repartía pan a los pobres…!
Recibió el sacramento de la confirmación el 7 de febrero de 1853 en la capilla del Señor de Burgos, en la ciudad de México. Su infancia a pesar de la orfandad materna fue alegre, debido al calor que supo brindarle su tía Carmen y su amante pobre.
Llegó a los 8 años, hizo su primera comunión, el 30 de marzo de 1860 y en 1864 recibió una medalla de honor como premio a su aprovechamiento de manos del emperador Maximiliano, cuando tenía trece años.
Muy pronto, al llegar a la adolescencia, comprendió que el Señor lo llamaba para el sacerdocio; convencido de su vocación, comenzó sus estudios de gramática latina, bajo la dirección del presbítero Don José María Márquez e ingresó a la Congregación de la misión, a la edad de 19 años.
Fue un novicio fervoroso y observante; diariamente, a pesar de su delicada salud, se levantaba las cuatro de la mañana para hacer sus meditaciones, rezar el oficio divino y participar de la santa misa, se sometía con humildad a todo lo que se le ordenara, aunque fueran tareas demasiado pesadas para su delicada complexión. Pero los planes del Señor son altos y secretos, nadie sabe por qué, pero el joven José, ya clérigo minorista, pidió a la Santa Sede su salida de la Congregación de los Padres Paúles.
Por fin, el 24 de agosto de 1879, fiesta de San Bartolomé apóstol, en la Catedral de León, Guanajuato, y ante la augusta imagen de Nuestra Señora de la Luz, el venerable prelado Dr. D. José María Diez de Sollano, confirió al nuevo sacerdote la Sagrada Unción. Ya en la sacristía el joven sacerdote dijo a sus compañeros: “Ahora solo podremos entrar al cielo, llevando con nosotros un sin número de almas.” (CC p. 397)
Sus invitados de honor fueron aquellos mismos niños pobres a quienes daba catecismo domingo a domingo en la Iglesia del calvario. Al día siguiente 25 de agosto de 1879, celebró en el mismo altar de Nuestra Señora de la Luz, su primera misa.
Como sacerdote sobresalió su talento claro, despejado y penetrante, era ilustrado y culto, ordenado y metódico en todas sus cosas, genio organizador, firme en sus decisiones y eficaz. Su sincera modestia y humildad no excluyó nunca la fuerza y firmeza de sus bien ponderadas determinaciones. Era infatigable en el trabajo. Tenía un gran corazón, especialmente con los pobres con quienes desbordaba toda la ternura de su caridad. Fue confidente de grandes y pequeños, de pobres y ricos. Como un fuerte imán le atrajeron siempre los niños, los desamparados, los más miserables. Su ardiente fuego misionero lo hizo audaz en su celo por la salvación de sus hermanos. La fuerza de su apostolado estuvo principalmente en su vida de oración: “Sé que debo orar más, porque cuanto más yo viva en Ti, Señor, más podré llegar a las almas y llevarlas hasta tu Sagrado Corazón”.
Un día en que el Padre Yermo, como de costumbre, pasaba por las orillas del río, presenció horrorizado una sangrienta escena que hizo estremecer todas las fibras de su compasivo corazón: dos pequeños niños recién nacidos, eran despedazados y devorados por unos cerdos, en las márgenes del río.
El Padre, no podía olvidar aquel tristísimo cuadro que le traía a la mente todas las desgracias de los pobres, y fue para él como una puñalada a su buen y sensible corazón.
El 19 de agosto, dedicado en aquel tiempo a San Alfonso María de Liguori, a quien el Padre tenía especial devoción, por haber sido el Santo muy amante de la Santísima Virgen y de los pobres, quiso celebrarle misa solemne por la mañana y un ejercicio vespertino. Para esto tuvo que pasar todo el día en el Calvario, porque él tenía que hacerlo todo, desde barrer la Iglesia. Fue en aquella celebración cuando Nuestro Señor le inspiró fundar allí mismo en el Calvario.
Su grande amor a los pobres y su confianza en la Divina Providencia, le dio ánimo para emprenderlo todo, a fin de aliviar las miserias de sus hermanos, aún a costa de grandes dificultades.
Llegó el mes de diciembre. El Padre había elegido el día 12 consagrado a Nuestra Madre Santísima de Guadalupe, para inaugurar el Asilo. Sus muchas ocupaciones en la Catedral, le obligaron a trasladar la inauguración para el día siguiente 13, fiesta de la virgen y mártir Santa Lucía que en aquel año cayó en domingo. La víspera, acompañado de su inseparable amigo, el Padre Arizmendi, pasó casi toda la noche en oración, probablemente adorando los designios del Señor y pidiendo su divina protección.
Llegó el 13 de diciembre de 1885. Una lluvia abundante y pertinaz no dejó aparecer el sol, como si presagiara la lluvia de gracias que caería sobre la tierra fértil del alma del Fundador y sobre la obra que Dios le confiaba. La inclemencia del tiempo no logró disminuir el entusiasmo del Padre Yermo.
Por la tarde mejoró el tiempo y pudieron llegar los pobres al Calvario conducidos en carretones, por dos buenos vecinos, Don Casimiro Nájera y Don Guadalupe Gazca, quienes ayudaron al Padre Yermo cuanto pudieron. El Padre y sus colaboradores con el corazón lleno de santa alegría, recibieron a los pobres mostrando el entusiasmo de quien recibe un precioso regalo.
Aquellos 60 pobres sucios y abandonados, dice el Padre, -eran las primicias del tesoro de la Sociedad.-. Desde aquel día la casa se llamó: “ASILO DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS”.
El mismo día 13, la Congregación de “Siervas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Pobres” estaba ya fundada, sin sospecharlo ni el mismo Fundador.
Era el año de 1904, la modesta semilla plantada en León, diecinueve años atrás, regada por el Jardinero Divino, Jesucristo, era ya un frondoso árbol que seguía creciendo. El 25 de agosto de 1904 cumplió 25 años de sacerdote, todo era fiesta en Puebla. El arzobispo, las religiosas, todos los amigos y beneficiados por el instituto, hicieron pública su veneración al Padre Fundador, pocos días después, el cuadro era distinto, enfermo desde meses atrás, pero su virtud lo hacía sobrellevar sus males sin quejarse.
Quienes lo acompañaron en el glorioso viaje misional a la Tarahumara en enero de ese mismo año, supieron lo que padeció en las altas serranías de Chihuahua, en pleno invierno, se acrecentaron desde entonces sus males en forma alarmante.
De regreso, al pasar por León, su estado se agravó, pero Dios quiso mejorarlo y así fue que logró celebrar sus Bodas de plata sacerdotales.
El 12 de septiembre de 1904 se sintió enfermo con mayor intensidad y ya no experimentó mejoría alguna. El Domingo 18 amaneció muy mal, sin embargo, todavía celebró la Santa Misa; aunque con visible esfuerzo, se sentía cada vez peor, ordinariamente, el Padre Yermo ofrecía el Santo sacrificio con mucho fervor, esa, su última misa, fue piadosísima, su aspecto era todo espiritual.
El médico dio la tristísima nueva, la ciencia ya nada podía hacer, el Padre Yermo ni se entristece, ni se queja, ya no quiere hablar ni oír hablar sino de Dios. Al romper el alba del 20 de septiembre de 1904, rodeado de los suyos, entre fervientes plegarias serenamente, plácidamente, el alma del esclarecido siervo de Dios, el Padre José Mará de Yermo y Parres volaba al cielo. Hoy sus restos reposan en la Capilla de la casa Central de Puebla.
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